El género que
aglutina el cine sanguinoliento, las películas de criaturas, de
asesinos en serie, de experiencias sobrenaturales, las cintas que
tiene como objetivo mostrarnos nuestro lado más oscuro y
enfrentarnos a nuestros mayores miedos, al terror de mirar a los ojos
eso que no queremos ver, el género del terror (u horror) es uno de
los más vapuleados y, a la vez, de los más adorados por la
audiencia.
Causa una
fascinación extraña. Es quizás, con la ciencia ficción, una
bodega que guarda los mitos, los horrores arquetípicos; la
imaginación oscura que el ser humano ha cultivado desde el inicio de
los tiempos.
Los críticos nunca
han sido muy defensores del cine de miedo. Es absolutamente
comprensible. La mayoría de las películas que se producen bajo las
reglas del horror son porquerías antojadizas, gratuitas y
pornográficas; no son dignas de ser consideradas un espectáculo
cinematográfico y artístico valioso y trascendente. Sin embargo,
hay autores de prestigio que entienden a esta arista del cine
fantástico como un arte incomprendido, una industria con reglas
particulares, que tiene en su forma y fondo una singularidad que no
aprecian los encargados del análisis en los medios.
Stephen King, por
ejemplo, considera que estos expertos no entienden en sentido del
terror. Que andan buscando en cada film un “Citizen kane”,
midiendo a los films que acuden al horror con la misma varilla con
que medirían a “Stalker” de Tarkovski. Tenga razón o no, lo
cierto es que el séptimo arte no sería el mismo si no fuese por el
cine fantástico, de terror, sin la magia que adicionó este cine.
¿Qué hubiese sido
de la creatividad en las películas sin el aporte de Melies, sin la
radicalidad y revolución del expresionismo alemán; sin la
narrativa, elegancia, el atrevimiento y lo gótico de las
producciones de la universal: “Drácula”, “Frankenstein”,
etc?
Ingmar Bergman
estuvo muy interesado en el tema. “La hora del lobo” es una cinta
fascinantemente oscura, gótica, inquietante; una pesadilla que
envuelve y enfría la sangre con elegancia y elocuencia. Durante toda
su filmografía ha utilizado elementos que lo vinculan al terror. Su
vocación para inquietar y provocar miedo está relacionada a lo
onírico, a lo brutal de la vida o a la visión ingenua y mágica de
un niño, más que a basar el espíritu de sus cintas en historias
que se ocupen de los mitos o matanzas.
Alfred Hitchcock
basó todo su cine en el miedo. Psycho es la expresión explícita de
los horrores que habitaron en su obra. Sin embargo, todas sus
películas están cargadas de ese suspense que él creo y que expuso
en pantalla como la intensidad del drama, pero que concretamente no
era otra cosa que la proximidad a la muerte y al perjuicio de la
persona.
Spielberg, el rey
midas de la industria Hollywoodense, siempre estuvo interesado en el
tema. Aunque el autor judío es más cercano a la ciencia ficción,
en “Tiburón” y en “Poltergeist”, cinta salida de su
creatividad, pero encargada a Tobe Hooper, expresó el más sincero
amor por el género y su fascinación por las grandes amenazas reales
y sobrenaturales.
Kubrick, maravillado
por la historia de Stephen King, produjo “The shining” y creó
una de las grandes películas de terror de todos los tiempos.
Así es como el cine
de terror ha surgido a través de los tiempos. Fascinante para
algunos; nefasto para otros; significativo, sin duda, como
ingrediente para la ebullición de un séptimo arte que sólo lleva
cien años de vida; una corta, pero fructífera vida.
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